martes, 29 de enero de 2013

“Una biblioteca de verano”, de Mary Ann Clark Bremer



Nacida en 1928 en Nueva York, Mary Ann Clark, hija de padre norteamericano y madre alemana, llevó una vida muy cosmopolita, con continuos viajes por América y Europa. Tras una agitada vida, empezó a escribir en 1970 sus memorias, que publicó en diferentes editoriales y con seudónimo. Hasta hace poco no se han comenzado a recuperar estos libros, en los que fue desgranando sus viajes y algunos sucesos de su vida.

Una biblioteca de verano es un buen ejemplo de la literatura memorialística de esta autora. Se trata de un breve volumen en el que de manera muy sobria y leve, describe su vida desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta 1956, cuando concluye el libro.

Casi al final de la Segunda Guerra Mundial, el barco en el que viajaba con sus padres por el Canal de La Mancha fue atacado por un submarino alemán. Como consecuencia, sus padres fallecieron y ella pasó una larga temporada en un hospital recuperándose de sus heridas. Dos años después, se traslada a Francia, a D., donde su tío Marcel, fallecido sólo unos meses antes, tiene una hermosa mansión, La Bienhereuse. Mary Ann adoraba a su tío y conocía muchas anécdotas de su vida. Durante unas semanas se hace cargo de su voluminosa biblioteca, que pone a disposición de los vecinos de D.

Estos hechos son el plato fuerte de esta sencilla novela. Mary Ann habla de su pasión y fascinación por los libros, de algunos de los autores favoritos de su tío, de los libros que se llevan sus vecinos para leer. “Le hablaba –escribe la autora, fallecida en 1996 en Ginebra- de cuán importantes eran los libros para mí: no podía separarlos de mi vida verdadera. Los libros eran la vida. Y podía recrearlos mientras caminaba, aun lejos de ellos”. Quizás sean estos pasajes los más sugerentes de una novela que apenas cuenta nada y lo que se cuenta lo hace sin insistir, sin dar mucha información y sin explotar la vena psicológica y subjetiva.

Repasando los libros de su tío ve que aparecen en muchos de ellos unas iniciales que llaman su atención. Más tarde, tras una serie de pesquisas, descubre que están relacionadas con una mujer de la que se enamoró su tío. De ese suceso no conocía nada su sobrina, y se despierta su curiosidad por conocer más cosas de aquella mujer. En un momento dado, el sobrino de esa mujer, Saúl, aparece por D. y conoce a Mary Ann. Los dos se trasladan en 1950 a Israel, donde reside la madre de Saúl.
 

Una biblioteca de verano
Mary Ann Clark Bremer
Periférica. Cáceres (2012)
86 págs. 14,75 €.

sábado, 26 de enero de 2013

Nos vamos de boda

Escribí este relato-reportaje sobre las bodas hace años. Lo recupero ahora para ponerlo en el blog. Así tenéis piedad de mí, pues la semana que viene tengo que asistir a una boda de estas. Ya tengo el sobre preparado. y voy dispuesto a bailar la conga.


Cuando, para su boda, Paco se puso a buscar como un loco un paño mozárabe, todos en la oficina pensamos que ya había contraído la consabida enfermedad, esa gripe hortera que suelen pillar la mayoría de los novios de todo el mundo mundial. Maricielo, su novia, le había convencido de que quería tener una ceremonia original y que podían hacer como un primo suyo de Albacete, que se había casado por el rito mozárabe, “es tan, tan… bonito”, exclamó suplicante Maricielo. Eso sí, ni el cura de la parroquia ni ellos mismos sabían en qué consistía casarse por ese rito, a pesar de buscarlo por Internet, pero a Maricielo le sonaba fashion, exclusivo, y ante esos argumentos tan contundentes podía se podía decir. Al final, no consiguieron el paño mozárabe, y eso que Paco removió Roma con Santiago, aunque por la insistencia de Maricielo no renunciaron a una ceremonia distinta.

Es lo malo de muchas bodas, populares y de postín: con esta fiebre por ver quién es más original (la culpa la tiene el espíritu guiness), uno no sabe qué espectáculo se va a encontrar y acude a ellas temeroso de participar más en un circo que en una ceremonia religiosa.

En el trabajo, Paco es un tipo tranquilo, normal, con un contagioso sentido común, poco dado a las extravagancias y a los esperpentos. Sin embargo, a medida que se aproximaba la fecha de la boda observamos una falla descomunal en su habitual comedido carácter. Primero fueron las invitaciones a la boda. En vez de recurrir a lo manido, que es lo más efectivo, quisieron llamar la atención con el diseño, los colores, el texto, etc. El resultado: una invitación de las más grimosas que he visto en mi vida, con lacito rosa y con unos colorines estrambóticos que le daban un aire superkitsch y sideral. “A Maricielo le ha encantado, y a mi suegra, más todavía”, afirmaba Paco como justificación. ¿Y a ti? Le preguntábamos nosotros. “Yo he elegido el color cremoso, como de nata, que es el apropiado para transmitir calidez y amor; Maricielo lo quería verde, y menuda bronca hemos tenido hasta que hemos decidido el mío”. Preferimos no seguir preguntando para no enterarnos de más intimidades.

Luego le vimos nervioso con el tema de las lecturas en la iglesia. El cura había rechazado los textos de Rabindranath Tagore y Antonio Gala que una amiga de Maricielo había ya elegido, y el poema anónimo de una poetisa griega que Paco había encontrado en Internet. Menos mal que el cura no quiso sumarse a la fiesta hortera y puso un poco de cordura, aunque tuvo que ceder en algunas concesiones, como la poesía que, después de la homilía, iba a recitar la señora Tomasa, la suegra, a la que últimamente, después de asistir a un taller en el Imserso, le había dado por los floripondios poéticos. No había celebración que no soltase uno de sus ripios, como el día del bautizo de su nieto Jonahatan. Desde entonces, no hay quien la pare. Eso sí, el cura le dio sólo cinco minutos, y la señora Tomasa, en medio de una crisis y de un berrinche, no tuvo más remedio que ajusticiar su poesía por la mitad, aunque en los bancos de la iglesia se encontraba impresa la poesía completa, como un lírico recuerdo.

Y es que Paco, definitivamente, ya había perdido el norte. Nosotros le mirábamos con resignación cuando, durante el café, hablaba por teléfono con los representantes de un coro de rocieros (con certificado de autenticidad), la renovada tuna de Derecho (el más joven no pasaba de los 50), unos mariachis de última generación y una soprano rusa retirada que se ofreció para cantar ella sola la Salve Marinera durante la comunión. Al final, por falta de presupuesto, no tuvieron más remedio que recurrir al piadoso coro de la Parroquia, cuyo repertorio –“Tú, has venido a la orilla”, “No podemos caminar con hambre bajo el sol”- no fue precisamente un derroche de originalidad, aunque Agustín, el primo de Paco, se ofreció a tocar la guitarra eléctrica acompañando al coro, lo que le dio bastante marcha, todo hay que decirlo.
 

Y llegó el día de la boda. La entrada de los invitados a la iglesia fue sublime, con esos modelos y peinados manifiestamente estentóreos, inflados, redundantes, barrocos. Los novios, los dos, se presentaron 45 minutos tarde porque, por consejo de la fotógrafa, todo un personaje, habían decidido hacerse las fotos antes de la boda para aprovechar mejor la luz del sol. Estuvieron dudando en donde hacerse las fotos, aunque al final optaron por uno de los preferidos del circuito oficial: el madrileño Templo de Debod, con su ambientación egipcia, que da a las fotos un toque de simbolismo y etéreo misterio. Paco nos contó, mucho después de la boda, cuando empezaba a ser el mismo de antes, que en ese momento, siguiendo las indicaciones cursis de la fotógrafa para conseguir unas poses lo más artificiosas posibles, se derrumbó y se dio cuenta de lo bajo que había caído; por eso entró con esa cara de cordero degollado en la iglesia, donde tuvo que soportar la reprimenda del cura, harto del retraso.
 

El convite transcurrió según los cánones normales: camareros obsequiosos con sonrisas relucientes, la electrizante entrada de los novios al salón (con música electrónica de “La Guerra de las Galaxias”), los gritos de “viva los novios” y “que se besen”, la subasta de la corbata del novio, el padrino repartiendo a escondidas los consabidos puros (por aquello de las ridículas prohibiciones), los melosos detallitos de la madrina para las mujeres, la madeja de niños estrellándose contra el suelo de la sala, la sempiterna borrachera del tío Antonio, la educada ceremonia de la entrega de los sobres (nos contó Paco que le entregaron dos sobres vacíos, pero que ya han localizado a los culpables), la ominosa bajada de la tarta desde el techo con las luces apagadas y los solícitos camareros iluminando la sala con unas chisporroteantes bengalas, el primer vals, el cancionero habitual en estos saraos (el mismo en toda la geografía española) y, como estrambote, el inefable ritual de la conga.

Otro día hablaremos del visionado de las fotografías y el video de la boda y del viaje de novios: hay pocas torturas comparables a una sesión de este tipo, sin anestesia, más de 1.500 fotografías de un tirón. Y todavía hay gente a la que les gustan las bodas.

martes, 22 de enero de 2013

“Ratas en el jardín”, de Valentí Puig



Escritor y articulista, Valentí Puig (Palma de Mallorca, 1949) estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona. Ha publicado en catalán y castellano numerosos libros, que abarcan diferentes facetas y una gran variedad de géneros literarios, desde las novelas y poemarios a los ensayos literarios y políticos, como, por ejemplo, Por un futuro imperfecto. Los retos políticos en el umbral del siglo XXI. Ratas en el jardín es su dietario del año 1985, publicado en catalán en 2011. Con anterioridad, había publicado otros dietarios, de los que este libro es su continuación.

Como suele ser habitual en este género, las entradas combinan las preocupaciones íntimas y personales del autor, su actividad diaria como escritor, poeta y articulista, con un amplio arco de reflexiones que van desde la literatura a la política española del momento. Todavía no ha caído el muro de Berlín, España va a ingresar en la Unión Europea y los socialistas se consolidan en el gobierno de España. En estos textos, sobresale la profundidad e independencia de Puig, un intelectual atípico también por su formación literaria y política.

En estas entradas hay agudas críticas políticas, reflexiones cargadas de sentido sobre la realidad española, muchas intuiciones y un sano distanciamiento que le permite agudizar su ironía, como cuando escribe sobre los jóvenes y la política: “Quien sabe si es del todo bueno que los jóvenes se apasionen por la política. En general, se equivocan y lo hacen de un modo dogmático, paramilitar, con la contundencia de un fascismo postadolescente, de derecha o izquierda”. Las cuestiones culturales y literarias ocupan también buena parte del libro. En ellas brilla la autonomía de pensamiento del autor, que no se pliega en ningún momento ni a lo políticamente correcto ni a la moda que impone el poder socialista, que recupera los tópicos de rigor sobre el compromiso del intelectual. Para Puig, como escribe en Ratas en el jardín, el escritor “está dotado para dar testimonio de la época o contra la época. Sobre todo, puede ayudar a observar la época, y más en nombre de la curiosidad que de una causa”. La cultura no debe tener sólo como referencia la actualidad, sino que siempre debe haber “un retorno a las cuestiones esenciales del hombre”. También se muestra contundente a la hora de opinar sobre algunos intelectuales y críticos de postín.

Además, en sus dietarios habla el escritor mallorquín de su vida personal, sus actividades literarias, sus amigos, su familia y especialmente de sus padres. No oculta las referencias a su vida íntima y sexual: sus amantes y sus frecuentes visitas a prostíbulos.

En el panorama de la literatura diarística contemporánea, un género en alza (ahí están, por ejemplo, los de José Jiménez Lozano, José Carlos Llop, Andrés Trapiello, Gabriel Insausti, Enrique García-Máiquez...), los diarios de Valentí Puig sobresalen, además de por su amplia cultura, por su capacidad crítica para el análisis social y político. Por sus intenciones estéticas, recuerdan a los de Josep Pla, autor al que Puig ha dedicado una biografía, El hombre del abrigo y varios estudios.


Ratas en el jardín
Valentí Puig
Libros del Asteroide. Barcelona (2012)
176 págs. 16,95 €.
T.o.: Rates al jardí. Traducción: Valentí Puig.

domingo, 20 de enero de 2013

“El canto del cisne”, de Edmund Crispin


 

Edmund Crispin, seudónimo de Bruce Montgomery (1921-1978), publicó en 1947 esta novela, sólo un año después de que se estrenase como autor de novelas policiacas con La juguetería errante (reseñada en este blog el 7 de noviembre de 2012), primera novela de las nueve que escribió el autor protagonizada por el detective Gervase Fen, profesor universitario en el ficticio St. Christopher’s College. La editorial Impedimenta ha anunciado su intención de publicar estas novelas.

La novela comienza con una provocación: “Pocas criaturas hay en el mundo más estúpidas que un cantante”. Como la anterior, transcurre en la ciudad universitaria de Oxford y también hay aquí un cierto ambiente intelectual, marca de la casa en las novelas de Gervase Fen. La acción se ambienta en los interiores de una compañía de ópera, con sus egos acusados, sus rencillas, sus manías, sus orgullos camuflados o sobredimensionados y sus odios ocultos. Esta compañía se traslada a Oxford para comenzar los ensayos de la ópera de Wagner Los maestros cantores de Núremberg, la primera que se representa de este autor alemán, utilizado por el nazismo, terminada la Segunda Guerra Mundial.

El autor se introduce en los ensayos de esta ópera y en los problemas que empiezan a surgir por el carácter problemático de una de sus más renombradas estrellas, el tenor Edwin Shorthouse, personaje enfrentado con el resto de los miembros de la compañía por ser una persona engreída, orgullosa y prepotente. A esto hay que sumar su desmedida afición por el alcohol, que le ocasiona no pocos problemas, y que se trata de un mujeriego empedernido. Una noche, sin embargo, aparece muerto en su camerino, y aunque todos los indicios apuntan a un suicidio pronto se descubre que ha sido un premeditado y sutil asesinato.

La novela se cuenta desde la perspectiva de dos personajes, Elizabeth Harding, escritora y periodista, y su marido, el también actor Adam Langley. Adam es amigo de Gervase Fen, y le pide que intente solucionar este caso, más peligroso de lo que parece a simple vista.

Gervase se entrevista con unos y otros, indaga en la vida de Edwin buscando alguna posible causa, conoce a los miembros de la compañía... Las pesquisas resultan divertidas, pues el carácter excéntrico de Gervase Fen se traslada a la investigación, a los métodos que emplea y a sus comentarios. Novela con intriga, muy amena, que concluye con una inteligente resolución del caso por parte de Gervase Fen.


El canto del cisne
Edmund Crispin
Impedimenta. Madrid (2012)
278 págs. 19,95 €.
T.o.: Swan Song. Traducción: José C. Vales.

jueves, 17 de enero de 2013

“El cuaderno gris”, de Josep Pla



Josep Pla (1897-1981) es uno de los escritores clave de la literatura del siglo XX. Y de manera muy especial de la literatura memorialística, donde es todo un maestro. El cuaderno gris es una obra capital para entender la evolución de este género tanto en la literatura catalana como española, aunque no puede reducirse el alcance y la calidad de este autor sólo a esta obra. Su monumental y excelente obra periodística y literaria la componen cerca de 50 volúmenes.

Los diarios siguen siendo lo más valorado de la obra literaria de Pla. En ellos aborda todo tipo de temas con su personal maestría estilística y presenta también, de manera muy comedida, su faceta más íntima y personal, aunque a veces la autobiografía cede el paso a la autoficción (Pla no suele ser muy riguroso cuando habla de sí mismo, conviene tener esto en cuenta).

Desde su publicación en castellano en 1975, el prestigio de El cuaderno gris no ha cesado de crecer. Pla comenzó a escribirlo en 1918, el día que cumplía 21 años, y lo finalizó en septiembre de 1919, poco antes de marchar como corresponsal de prensa a París. Sin embargo, hasta su publicación en catalán en 1966, el libro fue reelaborado completamente. Esto se aprecia especialmente en la madurez de su estilo y de sus opiniones. Pla escribe en él que “este cuaderno obedece a la necesidad de tomar posición ante mi tiempo”. Y así sucede. Por sus páginas desfila, sin retórica, su vida, sus lecturas, el paisaje del Ampurdán, sus amigos y familiares, los vecinos de Palagrufell, los comentarios de la tertulia a la que asistía, sus reflexiones críticas sobre la vida universitaria, apuntes sobre cómo el clima determina los estados de ánimo, las mujeres, las pensiones, la soledad... Pla maneja una prosa natural, realista, atenta al detalle, donde destaca la asombrosa utilización de los adjetivos –todo un maestro- y su facilidad para retratar en pocas líneas a los personajes que van apareciendo. No faltan en estas páginas la ironía, la socarronería y el buen humor.

Durante toda su vida Pla luchó por conseguir un estilo sintético, directo, que definiese su concreta manera de entender la realidad. Por eso Pla huye de la afectación, de la verborrea, del estilo barroco y recargado, de la complicación…, en definitiva, de la grandilocuencia. Además, aunque se empeñó toda su vida en aparentar no ser un intelectual, se aprecia en sus escritos un profundo conocimiento de las corrientes filosóficas, históricas, culturales y políticas más en boga en su tiempo. Este conocimiento, más sus viajes que contribuyeron a conocer la realidad de cerca, hacen de Pla un autor escéptico con aquellas doctrinas que intentan cambiar drásticamente todo. Su oposición al fascismo y al comunismo, en boga en aquellos años, fue tajante.

Uno de los estudiosos de Pla, Josep Maria Castellet, lo definió como conservador liberal, escéptico y pesimista. Pla era un individualista radical, enemigo acérrimo de cualquier forma de fanatismo y convencido de la absoluta banalidad de la existencia humana. Hay que felicitarse por el tirón que tiene Pla entre los lectores contemporáneos: por encima de tópicos y de baratas politizaciones, aprecian en Pla la calidad de su prosa, la actualidad de sus comentarios, la amenidad de sus opiniones y la agudeza e independencia de sus observaciones.

El cuaderno gris
Josep Pla
Destino. Barcelona (2012)
848 págs. 22 €.
T.o.: El quadern gris. Traducción. Dionisio Ridruejo y Gloria Ros.

miércoles, 16 de enero de 2013

“Cómo llegué a conocer a los peces”, de Ota Pavel


Ota Pavel (1930-1973) es un conocido periodista deportivo y escritor checo. Murió joven, pero dejó unos cuantos libros muy biográficos inspirados en su pasión por el deporte, de manera especial por la pesca, el hilo conductor de los relatos que forman parte del que fue su último libro. Todos tienen una base biográfica, y en ellos, desde diferentes perspectivas y tiempos, aborda su entusiasta dedicación a la pesca y su amor por la naturaleza.

Pero además de describir la irresistible práctica de la pesca en diferentes ríos, lagos y circunstancias, hay también un contenido familiar y social. La primera parte, especialmente, revive Ota su infancia y sus primeros pasos en la pesca. De pronto, las cosas se complican en su país con la llegada de los nazis, que detienen y envían a su padre y dos hermanos a diferentes campos de concentración; además, los nazis prohíben la pesca, aunque el joven Ota sorteará todas las dificultades para llevar pescado a su familia para comer y para vender en el mercado negro. La segunda parte está compuesta de relatos breves donde recuerda algunas expediciones para pescar, la mayoría con sus hermanos y con su padre. Son espléndidos también algunos personajes secundarios. Más que un libro de relatos, Cómo llegué a conocer a los peces es un deslavazado libro de recuerdos.

Pavel es un escritor que se encuentra cómodo con la cultura popular y con el habla sencilla de las gentes; por eso, sus relatos -sencillos, biográficos, nada alambicados- derrochan una cordial humanidad.

 
Cómo llegué a conocer a los peces
Ota Pavel
Sajalín. Barcelona (2012)
208 págs. 16,50 €.
T.o.: Jak jsem potkal ryby. Traducción: Patricia Gonzalo de Jesús.

miércoles, 9 de enero de 2013

“Segovia”, de Dionisio Ridruejo



 
En 1973 y 1974, un año antes de su repentino fallecimiento, Dionisio Ridruejo (Burgo de Osma, 1912), intelectual y político franquista que más tarde se enfrentaría al régimen, publicó en dos entregas su Guía de Castilla la Vieja, obra que años después la editorial Destino publicó en seis volúmenes de bolsillo dedicados cada uno a una provincia. La editorial Gadir recupera ahora el volumen sobre la provincia de Segovia. Ridruejo vivió durante años en Segovia y conocía muy bien su provincia, como se puede apreciar en este libro.

Una guía de estas características tiene la limitación del espacio. El autor debe sintetizar al máximo los datos, las informaciones, las valoraciones, las impresiones... Además, no puede dedicar extensos comentarios a todo aquello que merece reseñarse, de ahí que se vaya a tiro hecho a aquellos lugares y monumentos más históricos y característicos. A pesar de estas lógicas limitaciones, el libro es una excelente y completa guía de Segovia y su provincia a la que vienen muy bien las numerosas fotografías en blanco y negro que ha añadido el editor.

Las referencias a la historia son constantes, pues Segovia es una provincia con muchos restos arqueológicos y con impresionantes testimonios de muchos pueblos. Basta con citar el Acueducto segoviano para destacar la honda huella de los romanos. Y también son muchos los testimonios, tesoros y restos de la época medieval en la que Segovia, como parte de Castilla, tuvo un singular protagonismo. Escribe Ridruejo que “la historia pesa en Segovia como en toda Castilla. Toda Castilla es una nación venida a menos, menoscabada, desecada. Por la demasía de su esfuerzo y la relativa ingratitud de su suelo”.

El libro tiene como eje central la ciudad de Segovia, a la que el autor dedica abundantes páginas que muestran la variedad de monumentos importantes y su riqueza, como el mencionado Acueducto, la Catedral, las numerosas iglesias y conventos que se construyeron en su recinto, el Alcázar... El recorrido por sus calles y plazuelas demuestran su profundo conocimiento de Segovia: “las plazas segovianas parecen hechas para grabarlas o pintarlas, lo que, por cierto, no dejaron de hacer los pintores casticistas del 98”. Y de Segovia, ciudad abierta, destaca las vistas hacia “el horizonte de sierras sobre el que destaca la ciudad”: Peñalara, los Siete Picos, las Cabezas de Hierro, “la forma de estatua yacente de la Mujer Muerta, impresionante por su realismo figurativo arrancad a los montes por los grandes martillos del azar”. Y reflexiones poéticas que dan en el clavo: “Todo alto, alejado, en aquel punto justo entre la solidez y la evanescencia que no abruma ni miente”.

Y luego están los pueblos de la provincia, todos con un poso histórico que tienen pocas provincias españolas. Los hay que destacan por sus castillos, sus iglesias, sus restos romanos, sus monasterios, sus palacios... Mención especial merecen el palacio de La Granja y sus famosísimos jardines; pueblos con tanta tradición como Sepúlveda, Riaza, Cuéllar, Turégano, Coca, Cantalejo... Aunque Ridruejo esté escribiendo de la España de la década de los setenta, salvo algunos cambios de renombre, sus observaciones siguen siendo plenamente válidas, pues más que ofrecer una guía turística sin más, de usar y tirar, ha intentado Ridruejo atrapar los valores eternos de una provincia repleta de historia, arte, gastronomía, cultura y literatura.



Segovia
Dionisio Ridruejo
Gadir. Madrid (2012)
200 págs. 17,50 €.

lunes, 7 de enero de 2013

“Prisioneros en el paraíso”, de Arto Paasilinna

 
Contada por un periodista que viaja rumbo a Australia para escribir un reportaje, la historia de Prisioneros en el paraíso, como otras obras de Paasilinna, es ciertamente disparatada: un variopinto grupo de personas viajan rumbo a la India en un avión fletado por las Naciones Unidas. La mayoría de los ocupantes pertenecen a dos misiones de la ONU, una de la Organización para la Agricultura y la Alimentación –son diez leñadores finlandeses para realizar trabajos educativos- y otra de la Organización Mundial de la Salud, con enfermeras suecas y comadronas finlandesas que se van a encargar de tareas educativas sobre el control de natalidad en Bangladesh. Además, en el avión viaja el narrador, periodista finlandés, y el personal de vuelo, todos ingleses. Pero una avería del avión les obliga a aterrizar de emergencia en una isla perdida del archipiélago indonesio.

Tras la consternación inicial, los supervivientes tienen que salir adelante en unas condiciones difíciles. Si al principio surgen los problemas y las tiranteces, poco a poco empiezan a organizarse y acaban por construir con mucho trabajo y generosidad una pequeña comunidad donde imperan los valores utópicamente socialistas. Al principio, tienen una vaga esperanza de ser rescatados, pero llega un momento en que deciden instalarse en la isla como si fuesen a vivir allí para siempre. La estancia en la isla altera la escala de valores de la mayoría y descubren el amor, la amistad y un estilo de vida que es la antítesis de la agitada y vacía vida que llevaban en sus países de origen. Bajo la pluma de Paasilinna, este argumento, muy explotado literariamente, se aleja de interpretaciones serias y existencialistas y se convierte en una parábola crítica y absurda –y también muy epidérmica y tópica- de la sociedad actual.

Si en otras novelas, como Delicioso suicidio en grupo, sus divertidas criticas aportaban novedosos puntos de vista, en esta ocasión Paasilinna (Finlandia, 1942) emplea una serie de recursos grotescos poco ingeniosos y reiterativos –y hasta burdos- que sostienen una concepción de la vida políticamente correcta que, además, y esto quizás sea lo peor de la novela, subraya una moralina existencial.
 

Prisioneros en el paraíso
Arto Paasilinna
Anagrama. Barcelona (2012)
198 págs. 16,90 €.
T.o.: Paratiisisaaren vangit. Traducción: Dulce Fernández Anguita.


sábado, 5 de enero de 2013

¡POR FIN DE OBRAS!

Recupero un relato que escribí hace muchos años y que publiqué en la revista literaria "La Carreta". Me he acordado de él porque he vivido hace poco una experiencia parecida por las dichosas obras.
 
"No es preciso estar loco para vivir aquí, pero faci­lita las cosas" (Anónimo)
 
"La esposa del Zar sólo vivía para el lujo. Aquí la vemos en un desfile militar acompañada del Zar y de toda la familia real. El poder de los zares estaba por encima de los argumen­tos racionales: era Dios quien juzgaba y quien ponía al Zar en el poder...".
 
-"Os queréis callar, que no me dejáis oír nada", chilló Ángel volviendo a subir el volumen de la televisión.

Los demás estábamos en la cocina. Yo era el único que estaba tumbado en un colchón, un poco incómodo y ladeado. Toñín estaba de pie, sostenién­dose como podía. Loli se había intentado arrebujar a mi lado, pero tuve que echarla casi a patadas. Ricardo, mientras tanto, escuchaba música y bebía un vaso de agua.

-¿Queréis café?

Loli se levantó y enchufó la cafetera y calentó un poco de leche. Yo seguía tumbado, hablando con Toñín.

-¿Dónde duermes tú?
-En el cuarto de la Loli.
-Ten cuidado con mis cajas y carpetas, y antes de acos­tarte quita primero la máquina de escribir y el ordenador. La guitarra está dentro, no me la rompas.

No pude ocultar mi nerviosismo por las carpetas, las cajas, los libros, la guitarra, el ordenador, la máquina de escribir. Lo había colocado todo con mucha dificultad y sólo faltaba meter todo ese material en unas carpetas que, de vez en cuando, 2 euros, compraba en Alcampo cuando salía del trabajo.

Ángel seguía tumbado en el comedor, tapado con la manta hasta la barbilla, con la luz apagada y oyendo con interés un programa especial sobre la revolución bolchevique, un testimo­nio gráfico inédito que contaba con el guión de Orson Wells. De vez en cuando, se le oía exclamar: "Les está bien emplea­do", "Qué se fastidien", "Eso les pasa por chupar del bote". Esa noche no leyó su enésima novela de Agatha Christie, aunque, llena de polvo, la tenía al lado de la caja de herramientas del Perolas, completamente blanca de escayola. La mesa del comedor quedaba a un lado de la cama, llena de bolsas con papeles y periódicos, un cajón de un armario y un libro que estaba leyendo yo sobre la comunicación no verbal. Nuestro cuarto tenía la puerta y las ventanas abiertas para que se fuese secando el suelo.
 
Ahora estaba vacío y recién pintado. Los dos muebles de escayola que había hecho el Perolas estaban también recién terminados. Quedaban pocos remates, pero esto de los remates, ya lo sabemos, puede llegar a ser eterno. El Perolas, que es un perfeccionista, estaba harto de darle con la llana a la escayola y de limpiar continuamente las herramientas, siempre cargadas de escayola. Todos estábamos unidos de alguna manera a la escayola. Toñín tenía su pantalón completamente salpicado de blanco. Mi cabeza era blanca. Toda la casa aparecía marcada por el blanco. El Perolas nos decía todos los días que quedaban muy pocos rema­tes, pero sabíamos que nos engañaba, una vez más.

-¿Sabes lo que te digo, no? Sólo falta el voladero en el mueble, con las dos persianitas blancas y la luz para cada uno. Esto va a quedar como en el “Hola”, fenomenal, ¿sabes lo que te digo?

El Perolas escupía sílabas que a veces no le daban tiempo a salir de la boca y se quedaban juntas unas con otras, mez­clándose caóticamente. Por lo general, salvo que fueran frases cortas, no se le entendía nada. Mamá decía que siempre que habla con el Perolas le dice que sí a todo para quedar bien. Lo único que llegaba con nitidez a nuestros oídos era el estri­billo, “¿sabes lo que te digo?”.

-"Ese Lenin los tenía bien puestos". "Ya se les ha acaba­do el chollo". "Es que míralos, eran unos hijoputas".

Era mi hermano Ángel, que seguía viendo la televisión. La cabeza de mamá, con los rulos y la redecilla puesta, apare­ció por el marco de la puerta de la cocina mientras yo me entretenía en mantener una pelota de goma encima de la nariz, entre ésta y la frente, pero tumbado, que tiene mucho más méri­to. Ante la aparición de mamá, ni me inmuté.
 
Por un momento pensé, como un torbellino de la imagina­ción, en el primer día que empezamos las obras, hace ya dos años. Todo tenía al principio la pinta de algo provisional.

-¿Sabes lo que te digo, no? Cuando eso esté acabado, ponemos un voladero, y encima del armario un maletero y en un lateral hacemos unas filas de estanterías para que tu madre ponga las toallas, las sábanas, los jerséis, ¿sabes lo que te digo?

De entrada todo parecía muy bonito, pero no fue nada fácil aceptar la situación. La escayola es un material pegajo­so, dúctil, todo queda, cómo decirlo, un poco chapuza, guarro. Conseguir que aquello tenga la apariencia de un mueble rematado, que no esté a medias, no es una tarea al alcance de cualquier artista.

Las obras las empezamos un sábado por la mañana con una ilusión desbordante. El Perolas acabó de quitar las baldas del armario antiguo, poniendo la ropa en el cuarto de mamá, amon­tonada en un par de sillas que tenían debajo los libros y las carpetas que yo había ido guardando en el techo del antiguo armario. El Perolas guardó las puertas, que servirían para el mueble de escayola. Cuando la habitación estaba vacía, y mientras se echaba para atrás, dijo:

-Aquí irá la puerta, en la derecha las baldas y en los lados, hasta encima de la puerta, como una tumba egipcia, el maletero, con el voladero y las persianas, ¿sabes lo que te digo?
 
Dije que sí automáticamente. Pero nunca había visto una tumba egipcia y lo del voladero me sonaba a tecnicismo incom­prensible. Volví a decir que sí. No podía, así de entrada, demostrar mi ignorancia. Luego entramos todos al cuarto, que ya no tenía estanterías, ni libros, ni carpetas con recor­tes, ni maletas. Sólo quedaba el histórico cuadro de Bob Marley y un paisaje medieval de Toledo y el letrero de la calle Libertad caído de medio lado. Todo muy descuidado y decadente.

-¿Dónde está mi pijama?
-Mamá, ¿y mi jersey azul?
-¿Habéis visto un libro con las pastas azules?
-Dame eso, dijo mi madre deícticamente, señalando un montón de montones de cosas.

El cuarto de Loli se convirtió en almacén provisional. Allí dejé dos cajas de libros, tres bolsas con apuntes de la carrera, seis archivado­res; Ricardo dejó su carpeta, sus libros de texto, diez cd’s, la mochila y su cazadora roja; Toñín llevó sus revistas para recortar y otros cuantos cd’s que tiene grabados para poner las carátu­las. La verdad es que quedan muy bien: hace como una especie de puzzle con recortes que tengan algo que ver con la música del cd; los pinta, les da una mezcla curiosa, pone el título y ya está: un nuevo concepto de arte moderno, de hormiga intelectual, recorta que recorta...

Ángel dejó en ese cuarto los uniformes de la empresa, su bolsa de deporte -con todo el material para la academia de vigilantes jurados-, y otra carpeta con varias fotocopias ilegibles de disposiciones legales y los últimos métodos de defensa personal. Mi madre utilizó también esa habita­ción para ropero: toda la ropa de la casa estaba allí apretada en una esquina o amontonada en los armarios o guardada en maletas vacías. Encima del ordenador dejó los entrepaños de la cocina, la ropa recién lavada, las sábanas, toallas y mantas y la ropa para coser. Desde ese momento, ese cuarto sería nuestro centro de reunión y de operaciones.

Allí comeríamos, cenaríamos, nos echaríamos la siesta por turnos en la única cama que hay y veríamos la televisión. Por la noche, después de la película, comenzaba el despliegue estratégico de colchones por el resto de las habitaciones. Ricardo y Loli en la habitación de mamá; Toñín en el cuarto de Loli, Ángel en el comedor y yo en la cocina, al pie de la nevera.
 
Pero lo que en un principio tomamos como una excepción se convirtió en un fenómeno matemático diario, con horario y todo, con una rigidez y una exactitud espartana. Dos años llevamos ya haciendo esto todos los días, subiendo y bajando colchones, poniendo sábanas viejas en los muebles del comedor, manchándonos los zapatos de escayola, los pantalones de esca­yola, el jersey de escayola, las manos de escayola. Decía que llevamos dos años así y, poco a poco, por la fuerza y por pura necesidad, nos hemos ido acostumbrando a esta nueva situación: caos aparente, orden subterráneo.

Hemos conseguido el equilibrio racional, la estabilidad hierática que permite afrontar un nuevo día sin espasmos histéricos ni depresiones nerviosas. Hemos asimilado las circunstancias, la sensación de estar inmer­sos en una obra eterna, atemporal, otro Escorial en escayola. Lo hemos hecho con naturalidad, sin retórica, sin hacer numeritos familiares. Todo por nuestro bien, por la familia, por la comunidad, por nuestra ciudad. Para poder sobrevivir, para fortalecerte, para cambiarte de pantalón alguna vez a la semana. Hemos dominado, en un alarde de ingenio, los arcanos ocultos del caos y de lo provisional. Con la cabeza erguida y el corazón latiendo con ritmo fuerte, constante, hemos mantenido la paciencia y el orgullo por encima de todas las cosas.

Tampoco se han dado grandes cambios en nuestro carácter. Seguimos siendo lo que éramos, ni más ni menos. Ni siquiera damos importancia a las visitas, a las que obligamos a ponerse unos plásticos en la entrada para no mancharse con la maldita escayola. Ni siquiera me siento superior porque duermo todas las noches al lado de la nevera, del horno y de la bombona de gas. Hasta esto tiene sus ventajas, como beber leche sin moverme de la cama o coger unas galletas sin que te llamen de todo.

 A pesar de todo, el Perolas, puntualmente, sigue viniendo todas las mañanas cuando hemos colocado todos los colchones en su sitio. Y continúa dando los últimos retoques, es un profesional, a la estantería de escayola, que cada día que pasa nos gusta más. Dice el Pero­las, no sé si me explico, que podremos meter todos los cd’s, los recortes, mis libros y hasta una apasionante enciclopedia de Informática, de diez volúmenes que, como todas las enciclo­pedias, no vale para nada. Yo doy saltos de alegría cada vez más grandes, pues el armario está a punto de terminarse. El Perolas dice que ahora sí sólo es cuestión de unos pequeños remates. Si él lo dice.

Pero todos estamos muy preocupados por Ángel. Se ha hecho con un buen sitio en el comedor, al lado del televisor y de la calefac­ción, y va a ser difícil moverle cuando acabe todo. Yo pienso que ya no lo va a poder mover nadie. A partir de ahora, lo estoy viendo, dormirá y vivirá ahí. A mí no me importa. Lo mismo me está pasando a mí con la cocina: uno toma cariño a las cosas y luego le cuesta desprenderse de ellas. Sé que no se puede ser así, que en la cocina no puedo estar toda la vida, que los libros en el horno no pintan nada. Lo sé. Pero...

Dice el Perolas que queda muy poco, nada, unos remates. La casa huele a escayola. Mamá vuelve a fregar otra vez las escaleras. Loli estudia Derecho en su cuarto, al lado de la vieja máquina de coser y unas cuantas cacerolas desperdigadas por el suelo. Ricardo ha decidido montar una fiesta en casa el próximo fin de semana para celebrar su cumpleaños. Toñín recorta lo que ya había recorta­do antes. Y yo, que escribo dentro de la nevera, lloro porque veo que todo se acaba. ¡Con lo que me gustan a mí las obras!

viernes, 4 de enero de 2013

“Por qué nos gustan las guapas”, de Rafael Azcona


Rafael Azcona (1926-2008) es conocido sobre todo por su labor como guionista de películas tan famosas como El pisito, El verdugo, Plácido, El cochecito y, más contemporáneas, entre otras muchas, Belle Epoque y La lengua de las mariposas,.

Pero Azcona cuenta también con una interesante trayectoria como escritor que es más desconocida. Según se cuenta en este libro, comenzó con una intensa actividad como poeta, que potenció primero en Logroño y luego en Madrid. Tras conocer a Antonio Mingote, comenzó a colaborar en La Codorniz, “la revista más audaz para el lector más inteligente”.

Además de sus guiones, editados en diferentes editoriales, también se han publicado sus novelas. Alfaguara reeditó en 2011 Estrafalario, que contiene tres de sus novelas más famosas: Los muertos no se tocan, nene, El pisito y El cochecito. También escribió El repelente niño Vicente (1956), Los ilusos (1958, reeditada en 2008 en Ediciones del Viento), Pobre, paralítico y muerto (reeditada en Ediciones del Viento en 2008), Los europeos (reeditada en en Tusquets en 2006) y Memorias de un señor bajito (edición en Pepitas de Calabaza en 2007). Pero hasta ahora no se habían reunido los escritos que Azcona publicó en la revista La Codorniz.

Los primeros textos de Azcona aparecieron en 1952. Colaboró hasta 1958, poco antes de su estreno como guionista con la adaptación de su novela El pisito, después de conocer al director italiano Marco Ferreri, con el que trabajó en muchos proyectos. Pepitas de Calabaza edita el primer volumen de los tres que van a publicarse con los escritos de Azcona en La Codorniz. En el primero aparecen sus textos desde 1952 a 1955. En el siguiente, ¿Son de alguna utilidad los cuñados?, aparecerán los de 1956 a 1958. El tercer volumen, Repelencias, estará dedicado a sus dibujos, viñetas, collages, etc.

En Por qué nos gustan las guapas está el germen del humor que Azcona luego explotará en sus guiones más celebrados y en sus novelas. Todas son colaboraciones breves en las que, con un insólito sentido del humor, se ríe de los tópicos más manoseados por una sociedad esclerotizada que vivía cómodamente asentada en unos clichés lingüísticos, morales, afectivos que se ramificaban en las estereotipadas relaciones sociales y sentimentales, en el mundo laboral, en la educación, en los contenidos de los medios de comunicación... Azcona sabe sacar punta a esta irónica y sarcástica perspectiva que le lleva a cuestionar el generalizado mundo de los tópicos. Como escribe el propio Azcona refiriéndose a su trabajo en La Codorniz, “me encuentro estupendamente haciendo estas cosas: tirarle de la barba a la severidad, a la tristeza, a la melancolía y a la estupidez, es una delicia”.

Aparecen en estos textos personajes habituales en La Codorniz, como los pobres y mendigos, Don José, Don Herminio...; la parodia de los géneros literarios de moda (la poesía romántica, los folletines, la poesía más vulgar...); peregrinos consejos sobre urbanidad; consultorios; situaciones ciertamente estrambóticas (como el enfado de unos amigos y familiares con un moribundo porque, cuando ya está todo preparado para el entierro, no acaba de morirse o la llegada de un inspector de tontos a un pueblo); secciones que intentan resolver cuestiones que plantean los lectores (“Cómo se fabrica un poeta”, “¿Puede un señor ser perro de san bernardo?”, “¿Por qué hay gente tan imbécil?”); “edificantes fábulas”; “eruditas disertaciones”; remedos de cuentos y libros clásicos”, “nuestros bonitos test” (¿Es usted peatón o automóvil?); “Enciclopedia de la familia”...

Maneja Azcona, como tantos otros autores de La Codorniz (Miguel Mihura, Tono, Gila, Serafín, Conchita Montes, Perich, Máximo, Chumy Chumez...), un humor agudo, a su manera corrosivo, inteligente, original, que le sirve para mostrar con un tono amable una visión insólita de la sociedad franquista. Azcona, con un destacado dominio del lenguaje de la época, estira al máximo su realista, ingenuo y amargo sentido del humor para construir argumentos y escenas muy divertidas.

 
Por qué nos gustan las guapas
Rafael Azcona
Pepitas de Calabaza. Logroño (2012)
512 págs. 30 €.

miércoles, 2 de enero de 2013

“Algún día este dolor te será útil”, de Peter Cameron



Autor de varias novelas de éxito, como Año bisiesto, Un fin de semana, Andorra y La ciudad de tu destino final, Peter Cameron (Nueva Jersey, 1959), ha sido profesor en diferentes universidades norteamericanas y también ha trabajado en el mundo editorial. Algún día este dolor te será útil fue publicada en 2007, ha recibido calurosas críticas y ya ha sido adaptada al cine por el director Roberto Faenza.

Leyéndola, recuerda por momentos El guardián entre el centeno, la inolvidable novela de J. D. Salinger. Su protagonista y narrador es James Sveck, también un joven que va por libre, inteligente, agudo y muy mordaz. La mirada de James le sirve al autor para describir parte de la vida de Nueva York y para atrapar el humus de un tipo de familia norteamericana actual.

James vive con su madre y su hermana Gillian, estudiante universitaria que mantiene un romance con uno de sus profesores, casado, pero tan independiente que el matrimonio acepta este tipo de aventuras. Su madre acaba de regresar inesperadamente de su fracasada luna de miel en Las Vegas con su tercer marido, quien se ha rebelado como un compulsivo ludópata (pero no con su dinero sino con la tarjeta de crédito de su ya exmujer). La madre, más que nada para entretenerse, tiene una galería de arte que dirige John, un artista negro que es gay.

James es una persona solitaria, lector voraz, a quien no le gusta estar con la gente. Tras finalizar el Bachillerato, sus padres le han matriculado en la Universidad de Brown, en Rhode Island, pero James no quiere ir. Detesta relacionarse con la gente de su edad, que es la que precisamente va a la universidad. No tiene amigos y su vida se reduce a trabajar en la galería de arte de su madre, aunque no hay nada que hacer, a leer a sus autores favoritos (sobre todo, Trollope) y a visitar de vez en cuando a su abuela Ninette, la única persona con la que James comparte algún tipo de intimidad.

También visita dos veces por semana a la doctora Adler, una psiquiatra a la que han acudido sus padres preocupados por el carácter antisocial de su hijo. Por supuesto, ningún personaje acepta los valores religiosos. Al contrario, James, como sus padres, considera la religión la causa de muchos de los males que aquejan a la sociedad actual y hasta su abuela tiene prohibido cualquier tipo de ritual religioso tras su muerte.

Este joven personaje, atractivo por su mordacidad y chispeante inteligencia y en la frontera del paso del mundo adolescente al adulto, le sirve a Cameron para describir la escala de vida y los valores de parte de la familia y la sociedad norteamericana de hoy día, eso sí, sin profundizar mucho, de manera leve, que es el tono que mejor encaja con el contenido de lo que se cuenta en esta novela.

James sabe que, a su manera, es un inadaptado y un bicho raro. Esto lo demuestra con varias anécdotas que salen en sus vistas a la psiquiatra, como su patética participación en el “Aula norteamericana”, un viaje de estudios a Washington con otros estudiantes norteamericanos para relacionarse y conocer mejor los valores políticos de su país. Su actitud es de frontal rechazo contra los valores que le quieren imponer, sean del tipo que sean. No acepta que se preocupen por él y, ni mucho menos, que intenten solucionarle la vida. Sus padres piensan que por sus reacciones y ausencia de amistades femeninas puede ser gay, pero James rechaza sus simples planteamientos, aunque en un momento de la novela confiesa: “Yo sabía que era gay, pero nunca había hecho nada propio de un gay y no sabía si alguna vez lo haría”.

Resulta, sin embargo, extraño, teniendo en cuenta lo que piensa de los demás y de sí mismo, que acepte visitar periódicamente a la psiquiatra, recurso narrativo que le viene bien al autor para conocer mejor sus interioridades –lo poco que muestra- y algunos sucesos del pasado de su confuso protagonista. Aunque se niega a contar nada a la psiquiatra, James vivió en directo el drama de los atentados del 11-S, pues acudía a una escuela muy cercana al lugar de los hechos, lo que quizá explique el radical escepticismo de James sobre tantas cuestiones generales. La novela trascurre en el verano de 2003.

Cameron se limita a describir, sin cargar las tintas y esquivando –no del todo- la moraleja. Pero desde un punto de vista literario y también sociológico la radiografía que hace Cameron de parte de la sociedad norteamericana y de Nueva York resulta eficaz y real. Atrapado en una inteligencia cáustica, James, solitario contumaz, quiere mantenerse al margen de una sociedad que devora la individualidad y que acaba moldeando a sus miembros a su antojo. Las vidas fracasadas de sus padres –leyendo ella por las noches recetas de libros de autoayuda mientras el padre se prepara para una operación de cosmética- suponen también otra muestra más, ridícula, de un mundo lleno de falsedades y espejos en el que resulta complicado encontrar la autenticidad y la felicidad. Refugiado en su cómoda adolescencia conflictiva (el futuro, es obvio, lo tiene resuelto), James sabe que le queda poco tiempo para paladear el sabor de la rebelión y que su ingenuo sueño de no ir a la universidad y comprar una casa en Kansas se desvanece poco a poco a golpe de realidad.


Algún día este dolor te será útil
Peter Cameron
Libros el Asteroide. Barcelona (2012)
248 págs. 18,95 €.
T.o.: Someday This Pain Will Be Useful To You. Traducción: Jordi Fibla.