jueves, 27 de febrero de 2014

“El canto del cuco”, de Abel Hernández




 Con Historias de la Alcarama (2009), el veterano periodista y escritor Abel Hernández (Soria, 1937) consiguió un inesperado éxito de lectores al describir sus recuerdos en el pueblo donde nació, Sarnago, en las Altas Tierras de Soria, cerca de la Alcarama y de la sierra de Oncala, en el límite con La Rioja, Navarra y Aragón. Con una exquisita calidad literaria, Hernández recuperó con nostalgia y sin ninguna acritud cómo era la vida cotidiana en un perdido pueblo rural, años después completamente deshabitado y abandonado. “Esta es una tierra desolada y pobre –escribe Hernández-, que tiene poco que ver con las anchas llanuras castellanas. La componen lomas y cerros, barrancos y bancales con anchos ribazos, cabezos y laderas (...). Su grandeza está en la elemental simplicidad, sin un adorno inútil”. Ese libro sobre las tierras de la Alcarama acertó a conectar con un movimiento de recuperación de muchos pueblos abandonados de esta zona soriana por parte de diferentes asociaciones, que también están colaborando para rescatar las costumbres y fiestas de la vida rural de antaño. Tras ese primer libro, ciertamente agradable y bello, Hernández continuó su labor de reconstruir cómo era su civilización rural en El caballo de cartón (2009) y Leyendas de la Alcarama (2011).
            Ahora, con el título de El canto del cuco y el subtítulo “Llanto por un pueblo”, Hernández ha escrito un diario íntimo en el que las referencias a su vida actual le sirven de acicate para recordar otras muchas historias de aquellos pueblos perdidos y muertos de Soria, ahora un desierto demográfico que fue el escenario vital de su niñez. El punto de partida es siempre su experiencia personal, contando sus recuerdos y sus vivencias. “Pertenezco –escribe el autor- a la última generación bisagra: he pasado del candil a Internet, del arado romano al avión supersónico, de la Edad Media a la era tecnológica y a la posmodernidad. Soy testigo directo y privilegiado de una civilización milenaria, la civilización rural, que se acaba y de la que es preciso recoger los despojos para que dispongan de ellos las nuevas generaciones”.
            Siguiendo el curso del año, Hernández recuerda la figura de su padre (fallecido muy joven, con 28 años), habla de la vida de entrega de su madre y sus abuelos, de algunos vecinos, de los maestros y médicos rurales, de costumbres y fiestas, de la Navidad, excursiones y diversiones, las primeras nevadas, la naturaleza y los animales... y hasta del Calendario Zaragozano. Es cierto que algunos de estos recuerdos aparecen también en los otros libros mencionados, pero Hernández sabe dotarles en éste de una nueva intención estética, narrados a su vez con otro sabor estilístico, más íntimo y sentido. El regreso a la infancia y la descripción de un mundo rural -“tan elemental, tan condenadamente sencillo y rutinario”-, del que el autor ha sido protagonista de su extinción marcan el tono nostálgico, evocado con una llamativa riqueza gramatical que incluye la recuperación de expresiones ya olvidadas y palabras también perdidas.
            En estos libros, Hernández ha ido dando forma a una sentida elegía a una vida pasada que ya no volverá. Su objetivo no es solo describir la desaparición de las faenas agrícolas y ganaderas y, como consecuencia, el deterioro económico de estos pueblos. Hernández describe también la defunción de un sólido estilo de vida que moldeaba las relaciones humanas, familiares y sociales y que se hacía visible en el lenguaje, las diversiones, las fiestas, las creencias...
Hay también un no disimulado tono de denuncia del ritmo de vida actual, sobre todo en las ciudades, en contraposición con el sentido del tiempo con el que se vivía en aquellos pueblos, y también una crítica a las decisiones políticas que se tomaron en un determinado momento, con la llegada de la maquinaria moderna a los campos, que provocaron la progresiva aniquilación de estos pueblos poblados ahora solo “de fantasmas y de ruinas”.


 El canto del cuco
Abel Hernández
Gadir. Madrid (2014)
208 págs. 19,50 €.


jueves, 20 de febrero de 2014

“Baltasar (una autobiografía)”, de Slawomir Mrozek


El escritor polaco Slawomir Mrozek falleció en 2013 en la ciudad francesa de Niza. Había nacido en la pequeña localidad polaca de Borzecin en 1930 y hasta 1963, año en que se marchó de Polonia, residió también en Porabka Uszcwska, Cracovia, Katowice y Varsovia. Después vivió en Italia hasta 1968 que se trasladó a Francia, país en el que permaneció hasta 1989 y donde contrajo nuevamente matrimonio en 1987 con la directora de teatro mexicana Susana Osorio (su primera mujer, la actriz polaca Maria Obamba, había muerto de cáncer en 1969). Vive en México desde 1989 hasta que en 1996 decide regresar a Polonia y fue recibido como una gloria nacional. Sin embargo, como escribe en esta autobiografía, “cuanto más se prolonga una estancia en el extranjero, más difícil resulta acostumbrarse a la patria”. De hecho, en 2008 volvió a cambiar de residencia, esta vez a Niza, donde vivió hasta su muerte.


La literatura de Mrozek se divide en dos vertientes: fue un dramaturgo que cosechó importantes éxitos y un narrador también internacional. En España, aunque se han llevado a las tablas algunas de sus obras, con muy buena aceptación, es conocido sobre todo por sus narraciones cortas, que comenzó a publicar en la editorial Sirmio, antecedente de Acantilado, en 1995, cuando publicó La vida difícil, uno de sus mejores libros. En 1998, en Quaderns Crema se publicó El árbol, otra antología de sus relatos. A partir de 2001, Acantilado publica el resto de sus libros: Juego de Azar (2001), Dos cartas y otros relatos (2003), La mosca (2005) y la antología La vida para principiantes (2013). Su producción literaria incluye, además, dos novelas breves, de lo primero que escribió, también publicadas en Acantilado, El pequeño verano (2004) y Huida hacia el sur (2008), libros que están bastante lejos de la calidad de sus relatos cortos y de sus obras de teatro. También es autor de Diario del retorno, de 1996, no publicado en castellano, donde dejó anotada su experiencia de los años que pasó en México.


En 2002 sufrió en Polonia un grave accidente cardiovascular que le provocó una afasia que le duró tres largos años. Durante ese periodo, Mrozek luchó para recuperar la capacidad de escribir y hablar. Parte de la terapia que tuvo que realizar fue escribir este libro de memorias, que le permitió recordar lentamente muchos aspectos de su vida, que él vivía como la de otra persona (de ahí el título del libro Baltasar, su seudónimo). Todo esto lo cuenta al principio y al final de esta autobiografía, en la que también agradece a los doctores el tratamiento recibido para curarle de su enfermedad.


Quizás este origen terapéutico explique por qué Mrozek cuenta las cosas muy por encima en estas memorias, esquivando las cuestiones personales e íntimas. Se trata de un recorrido muy externo por su agitada vida hasta que se convierte en el extranjero en un escritor consagrado. Esta levedad se aprecia, por ejemplo, a la hora de hablar sobre sus opiniones políticas y el comunismo. O sobre las influencias y referencias a su propia literatura, de la que apenas dice nada. Y salvo algunos leves apuntes, tampoco indaga en sus convicciones existenciales. Por eso, aunque resultan unas memorias entretenidas, que ayudan a conocer mejor el tiempo de un escritor tan original, durante la lectura se tiene la sensación de que Mrozek ha desaprovechado la ocasión, quizás de manera deliberada, para explicar mejor algunas claves de su literatura y de su persona.


“Nací antes de la guerra y esto determinó mi educación”. Vivió la Segunda Guerra Mundial cuando era muy pequeño, pero tiene recuerdos muy vivos de determinados sucesos familiares. Tras la guerra recuerda también la radical transformación de Polonia en un país comunista. Su madre murió joven y las relaciones con su padre nunca fueron buenas, aunque con el paso del tiempo algo se arreglaron. Al finalizar la reválida se matrícula en Arquitectura, que abandona, lo mismo que hizo con los estudios de Bellas Artes y de Cultura Oriental, en los que se matriculó para librarse del servicio militar. En Cracovia comenzó a relacionarse con jóvenes artistas e intelectuales, algunos de ellos en la órbita del Partido Comunista, lo que le facilitó bastante las cosas. Comenzó a colaborar en la revista Przekrój y en el periódico Dziennik Polski.


Coincide esta época con su mayor relación con la literatura. Es un caricaturista de prestigio y también empieza a escribir relatos satíricos. Gracias a su militancia comunista pudo viajar a Rusia, Austria, Venecia, París, Estados Unidos, Niza, Italia... Al regreso de estos viajes, ya metido de lleno en el mundo del teatro, con estrenos llenos de éxito, como Policía, su primera gran obra, abandona su militancia en el Partido Comunista. Ahogado por el clima cultural y deseando buscar otras experiencias, se fuga con su mujer en 1963. “Yo no estaba –escribe- comprometido con oposición alguna ni tampoco era un proscrito; al contrario, en Polonia había iniciado una rápida carrera literaria”. Es en el extranjero cuando Mrozek abandona su tibio comunismo y se dedica a parodiarlo de manera muy entretenida y convincente, como puede verse por ejemplo en algunos de los relatos de La vida difícil (2002), para mí su mejor libro junto con la antología La vida para principiantes (2013). En el extranjero, Mrozek inicia una extensa trayectoria como escritor, aunque toda la vida se sigue considerando a sí mismo como un inadaptado. Algunas de sus obras teatrales más valoradas son En alta mar, Strip-Tease, Tango y Los emigrantes, entre otras muchas.


Salvo en estas memorias, en las que emplea un estilo sencillo y natural, la literatura de Mrozek está traspasada por una visión grotesca y esperpéntica de la realidad, el punto de partida de todo. Mrozek utiliza la literatura para combatir, con mucho humor, ciertos estereotipos sociales y la estupidez del comportamiento humano. Parodia frecuentemente muchos aspectos cotidianos de un país comunista y de la vida en general. Sus relatos son breves, de pocas páginas, una pirueta en el aire para combatir con ingenio el ridículo. Con técnicas próximas al absurdo, como escribió el crítico alemán Marcel Reich-Ranicki, Mrozek es “un humorista que habla muy en serio”.





Baltasar (una autobiografía)
Slawomir Mrozek
Acantilado. Barcelona (2014)
252 págs. 23 €.

domingo, 9 de febrero de 2014

“Historias de Manhattan”, de Louis Auchincloss



El plácido retrato de la alta sociedad norteamericana es el tema habitual de la literatura de Louis Auchincloss (1917-2010), prolífico autor –escribió más de treinta novelas, ensayos, biografías y veinte libros de relatos- en los que, buscando un hilo conductor, predomina la descripción del elegante y esnob ambiente de las altas finanzas, la banca y los hábitos y costumbres de una distinguida aristocracia que con el paso de los años, en las primeras décadas del siglo XX, pierde su exclusivo lugar en la sociedad ante la pujante y avasalladora irrupción de los nuevos ricos. Una novela publicada por Libros del Asteroide en 2008, La educación de Oscar Fairfax (1995), bien podría ser las memorias del propio autor, pues muchos pasajes de su biografía aparecen allí narrados, como su estancia en la Universidad de Yale, el ejercicio de la abogacía en Wall Street y su atracción por el mundo artístico.

Como escribe en el prólogo de Historias de Manhattan Ignacio Peyró, traductor también de las otras dos novelas que ha publicado Libros del Asteroide (la otra es El rector de Justin), Auchincloss es “observador, cronista, historiador, moralista y (...) antropólogo social del mundo que retrata”. Siempre escribe de lo que ha visto y vivido, de su experiencia personal, de las muchas personas que conoció procedentes de familias de renombre como la suya. Como pocos, con un estilo psicológico y costumbrista, cartografió “el terreno de los afectos, las costumbres y las relaciones de una clase de poder que, del viejo Nueva York al Boston puritano, asiste a la erosión del monopolio WASP [White, Anglo-Saxon, Protestant] como codificador de la vida moral de la nación”. Leyendo sus novelas y relatos asistimos en directo y desde dentro al “derrumbe del sistema ético puritano”, un sistema económico-moral que alimentó “la prosapia Knickerbocker”, esa orgullosa ostentación clasista de las grandes fortunas y de unos ricos herederos que no supieron estar a la altura de las circunstancias, ambiente que describe con mucho realismo Auchincloss en toda su literatura y de manera especial en los diez relatos que componen Historias de Manhattan.

En La educación de Oscar Fairfx se detalla perfectamente la trayectoria vital de tantos personajes de ese reducido y prepotente mundo: el protagonista estudió en el exclusivo colegio Saint Augustine y en Yale (su novela El rector de Justin, escrita en 1964 y finalista del National Book Award, describe esta selecta educación). Vivió una temporada en París, luego se incorporó a filas durante la Gran Guerra (experiencia militar que viven también muchos personajes de Historias de Manhattan en la Segunda Guerra Mundial), contrajo matrimonio –decisión que nunca se toma a la ligera, como en las novelas de Jane Austen- y posterior e intensísima dedicación profesional para garantizar la holgada estabilidad económica personal y familiar.

Abogados, financieros, jueces, decoradoras, ricos y ociosos amateurs... son los personajes que más se repiten en estos relatos. En ellos se habla de sus fastuosas herencias, sus desahogados fideicomisos y sus dramáticas ruinas. También de sus calculados matrimonios, los adulterios de alto caché, los inevitables celos familiares, sus tradicionales virtudes y sus modernos vicios. De manera especial hay que destacar el excelente trabajo literario de Auchincloss a la hora crear sus personajes femeninos, con los que consigue esquivar los tópicos costumbristas al darles una auténtica, compleja y trágica verosimilitud. Con una “mirada escéptica” y cierta ligereza estilística, muestra la vaciedad de un código ético que en muchos casos sólo se sustenta en el dinero y las apariencias. Si el protagonista tiene interés por otro tipo de cuestiones que no sean los negocios o el dinero (por ejemplo, la cultura), se le considera un bicho raro, alguien que no ha asimilado los valores positivistas y prácticos de su estratégica posición.

Los relatos están divididos en tres secciones: “La vieja Nueva York”, “Entre deux guerres” y “Más cerca de hoy”. Hay, por tanto, el deseo de mostrar la evolución de este mundo, en este caso catastrófica. En todos ellos, el pasado familiar adquiere una dimensión especial y tradicional que condiciona como una ligera losa el presente de unos protagonistas que sienten “estupor ante el mundo moderno”, pues empiezan a intuir que su glamouroso mundo de colegios elitistas, grandes fiestas, puestas de largo y cruceros suntuosos está llegando a su fin.

Considerado heredero de Henry James y Edith Wharton, Auchincloss dota a sus personajes de valores morales y costumbristas más modernos, aunque comparten los mismos ambientes selectos. Los relatos de Historias de Manhattan forman una continuada historia coral, un cuadro de costumbres real sobre “un mundo compacto y propio, una ambientación de encanto antiguo”, que Auchincloss fue capaz de retratar “piadosamente” y sin caer en la manoseada “nostalgia”.





Historias de Manhattan
Louis Auchincloss
Elba. Barcelona (2013)
296 págs. 22 €.
T.o.: Manhattan monologues.
Prólogo y traducción: Ignacio Peyró.

miércoles, 5 de febrero de 2014

“Rusia”, de Robert Byron




Educado en Eton y Oxford, viajero empedernido, Robert Byron (1905-1941) recorrió Italia, Grecia, Turquía, Rusia y Asia central para cumplir con el objetivo que señala en el prólogo de este libro: el viajero “sólo puede conocer el mundo (...) cuando lo ve, lo oye, lo huele”. Sus inclinaciones artísticas le llevan a detenerse especialmente en palacios, museos, catedrales, mezquitas... donde contempla la perennidad del arte antiguo, del que es todo un especialista. Cuando en febrero de 1941 emprendió viaje rumbo a Oriente, un submarino alemán torpedeó el carguero en el que viajaba.

Invitado por el embajador británico en Rusia, Byron viaja a finales de 1931, cuando ya había publicado uno de sus libros más conocidos, The Station (1928), un recorrido por la Grecia rural y monástica. La editorial Confluencias ha publicado también Europa en el parabrisas, un juvenil periplo desde Londres a Grecia. En 1933, el relato de su viaje a Rusia se publicó junto con la crónica que escribió de su visita a Tíbet en 1929; el volumen conjunto llevaba por título First Rusia, then Tibet. Confluencias publicará próximamente la expedición a Tíbet. Para Robert Byron se trataba de ofrecer en un solo volumen los polos opuestos de la Revolución Industrial: por un lado, el Tíbet, detenido en el tiempo; por otro, Rusia, embarcada en una grandilocuente aventura de transformación económica y social a través del comunismo.

A diferencia de sus otros libros de viajes, más narrativos, Byron dedica en este caso varios capítulos a analizar los fundamentos antropológicos y filosóficos del comunismo. Estamos a comienzos de la década de los años 30, cuando Stalin ya ha tomado las riendas del Partido Comunista, apenas quince años después de la Revolución de Octubre y cuando en todo el mundo lo que estaba pasando en Rusia se vivía con un entusiasmado interés. Sin embargo, Byron no se dejó persuadir por la propaganda. Como escribe José Jesús Fornieles, traductor y autor del prólogo: “lo extraordinario de Robert Byron, lo realmente extraordinario, es que en un tiempo en el que el comunismo llenaba de esperanza e ilusiones a medio mundo, pudo ver y decir que se trataba de un sistema imposible de realizar, y que lo que existía ya en Rusia no era más que un sistema de terror, en el que el hermano espiaba al hermano, y el hijo denunciaba al padre”.

A continuación comienza propiamente el relato su viaje. Byron viaja a Rusia no para ver los logros, o fracasos, del bolchevismo y el Plan Quinquenal sino para encontrarse con la Rusia antigua e inmortal. No le resulta fácil. “En Rusia –escribe- la tradición ha sucumbido por completo al virus de la máquina”. Los que sienten aprecio por la Rusia antigua, la arquitectura de los viejos tiempos, los restos de la civilización bizantina y las iglesias ortodoxas diseminadas por las ciudades que recorre son, como tantos otros intelectuales, sospechosos de enemigos del régimen comunista. A pesar de las dificultades, recorre Moscú, Leningrado, Veloki Nóvgorod, Yaroslavl, Sergievo y también Ucrania, donde concluyó su periplo en marzo de 1932.

Dedica una especial atención a comentar varias obras artísticas muy significativas. Una de ellas, al famoso icono del monje Andrei Rublev sobre la Trinidad, realizado alrededor de 1410 y que se convertiría en el estandarte de la ortodoxia artística a partir del Concilio de 1551. Otra de las obras que destaca es el icono de la Virgen de san Vladimir.

Byron acudió a este viaje muy influenciado por la lectura de La decadencia de Occidente, el ensayo de Oswald Spengler. La contemplación del comunismo en su momento de máximo esplendor teórico y retórico le lleva a compartir las tesis de Spengler sobre el cambio de ciclo que se avecina y cómo los valores de la cultura occidental, tan admirados por el autor, están en peligro de desaparición por el terremoto de las nuevas ideas sociales, económicas y políticas que también amenazan con imponer una revolución artística.



Rusia
Robert Byron
Confluencias. Almería (2013)
230 págs. 20 €.
T.o.: First Rusia, then Tibet.
Traducción: José Jesús Fornieles.